Robert Ryman
USA, 1930
2019
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En una de sus punzantes paradojas, el escritor Samuel Beckett, para quien Robert Ryman había hecho en 1989 seis aguatintas que acompañarían uno de sus últimos textos, Nohow on, afirmaba: «¿Es osado, no? ¡Y, para colmo, es figurativo!». Una apreciación que difícilmente repetiría nadie ante la inacabable sucesión de pinturas blancas o casi blancas, generalmente en formato cuadrado, realizadas sobre los soportes más variados -desde el lino o el cartón hasta el cobre o la fibra de vinilo-, y una superficie brillante o mate, rugosa o en la que la pincelada muestra su grosor y su gesto, que componen la obra de uno de los pintores esenciales de la segunda mitad del siglo XX. Más que «figurativo», le va bien el calificativo del más «realista» de los pintores que hacen pinturas. Willis Domingo, crítico de Arts Magazine, acertaba a definir con precisión el objeto y la voluntad artísticas de Ryman a lo largo de su vida: «Ha centrado su atención -escribía en 1971- en conseguir que la pintura, en cuanto material natural dotado de vida propia, expresara esa vida».
Ryman es un pintor que aprendió directamente de la pintura cuál sería su camino. Pero sus primeros pasos artísticos fueron musicales, y no plásticos. Llegó a Nueva York en 1952; tocaba el saxo tenor y quería ser músico de jazz. Reorientaron su trayectoria las horas pasadas como vigilante en las salas del Museo de Arte Moderno, uno de sus trabajos temporales, en el que sin embargo permaneció siete años, durante los que estuvo acompañado en labores semejantes por Dan Flavin o Sol LeWitt. En el museo mostró sus primeras obras en 1958, y no fue hasta 1967 cuando realizó su primera exposición individual, en la galería Paul Bianchini de Nueva York, compuesta por trece pinturas sobre acero laminado.
La obra de Ryman, tanto o más considerada y reconocida en Europa que en Estados Unidos, ha influido en una transformación radical del campo pictórico así como en muchas de las especulaciones y propuestas de los artistas conceptuales.
Mariano Navarro