Guillermo Pérez Villalta
España, 1948
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El momento histórico referencial para Guillermo Pérez Villalta es, sin duda, el de la articulación de la figuración madrileña de los años setenta, donde se estableció un diálogo muy especial, bajo la referencia a Luis Gordillo, entre pintores como Carlos Franco, Carlos Alcolea, Manolo Quejido, Rafael Pérez Mínguez, Javier Utray y Juan Antonio Aguirre. Estos artistas, junto con Pérez Villalta, manifestaron una consistencia plástica e intelectual extraordinaria, componiendo un «retrato de grupo» que transmite su conciencia de pertinencia epocal. Entre las distintas obsesiones del momento se encuentra la especulación duchampiana, en un proceso que hace que lo conceptual no lleve necesariamente a la desmaterialización, sino a una encarnación pictórica. De hecho, Pérez Villalta considera que la noria del Grand Verre está en movimiento gracias al río del pensamiento, sin que eso suponga una anatematización de lo visual. A mediados de los años setenta, este artista se embarcó en el estudio de la estética neoclásica y de la proyección de la vanguardia en lo popular hasta configurarse lo neomoderno. Tampoco pasaron desapercibidos para él la obra de Frank Stella, la arquitectura de Louis Kahn, el pop y el minimalismo. Guillermo Pérez Villalta emprende una revisión de la historia del arte que sintoniza con el fenómeno contemporáneo del revivalismo: desde la pintura de Velázquez hasta los bocetos de Rubens, las composiciones de Piero della Francesca, «ciertos pintores como Pissanello o Sassetta, o Duchamp, que me han servido de base para entender la pintura de otro modo». El viaje a Italia le marca profundamente y, sobre todo, el descubrimiento allí del arte de Bizancio, la potencia del ritmo geométrico y matemático de los espacios y figuras. Este creador fue sustituyendo posiciones pictóricas de corte irónico por una iconografía mitológica vinculada a una comprensión del arte como una suerte de religión atea. Defensor de un «pintar de memoria», Pérez Villalta deja que su imaginación atraviese placenteramente los laberintos del manierismo, hasta sedimentar lo que podemos llamar, sin temor, «cultismos». La corriente narrativa de esta pintura implica un uso constante de los procedimientos alegóricos y de la metáfora, incluso en las composiciones más decididamente ornamentalistas. Temáticas como la del retorno del hijo pródigo, el vía crucis o el teatro de lo imaginario, desarrolladas a finales de los noventa, revelan la intempestividad de este artista, que traza perspectivas diagonales, con escorzos y artificiosos puntos de fuga; es evidente la gran preocupación que tiene por la composición y por ese momento, a finales del siglo XV, cuando con Bellini, Tiziano, Giorgione, Masaccio o Piero della Francesca se conforma el sistema compositivo que el Renacimiento recibió como «las reglas de un ajedrez gigante». En esta peculiar estilística, en la que surge el interés por lo neogótico (desde el duque de Beckford hasta Ruskin, William Morris, los prerrafaelitas y los nazarenos), hay siempre un fuente contenido autobiográfico; Guillermo Pérez Villalta quiere plantear asuntos vitales, aunque sea a través de una retórica de la pintura que le lleve a identificarse con Dionisos o el Crucificado, en una especie de teatralización que nos devuelve a la dimensión ritual del arte. El erotismo y el deseo de placer, así como cierta voluntad de transgresión, vertebran esta pintura, que se ha mantenido siempre alejada de la factura instantánea, de la idea monolítica y primaria, pero también de la imagen retiniana concebida únicamente para asombrar al ojo.
Fernando Castro Flórez