Para Pablo Palazuelo, la manera más profunda de trabajar es obedeciendo a «una espontaneidad lenta», que se corresponde con el modo de hacerse de la vida misma, y mediante la que puede desarrollar sus intuiciones.
El dibujo; ahí es el germen o la semilla de la que brota la obra, la estructura base de la que, por generaciones metamórficas, surgen las familias de formas.
Las formas, prolíficas como familias numerosas, proceden siempre unas de otras, y se generan desde la memoria que imagina e inventa más que desde la memoria que recuerda. Una memoria que, afirma el artista, fluye de uno a otro de sus dibujos, de un cuadro al siguiente. «Y si las interrumpo es por saturación, no porque no contengan más posibilidades. Lo que pasa es que te saturas de una determinada familia, de su linaje. Yo digo «lineaje», que es de donde viene la palabra linaje».
La suya es una pintura que pretende expresar la continuidad; la continuidad de la pintura y de la vida, porque ambas, como el mundo, ni empiezan ni terminan, sino que permanecen en constante movimiento y en un interminable crecer.
Estos tres cuadros pertenecen a la década de los noventa, cuando Pablo Palazuelo había cumplido ya más de cuarenta años de presencia pública y reconocimiento internacional. Se corresponden, pues, más que con la madurez del pintor -sobradamente cumplida-, con la extraordinaria decantación que en ese tramo último ha experimentado su labor.
La intensidad con la que resplandecen por separado, y la multiplicidad de variantes que reconocemos cuando se contemplan en un solo ámbito, certifican su principal creencia estética: que la continuidad expresiva de las formas es interminable y secuencial. Se distinguen por sus cualidades aéreas -que las diferencian de piezas precedentes, más compactas y densas-, y por un son de musicalidad que brota de la superficie pintada.
Sylva se constituye exclusivamente mediante la línea. Pertenece a una familia de obras de una rigurosa economía formal, en las que los intercambios angulares en el trazado de las líneas señalan un ritmo atonal. El título remite a la selva, en latín. La tarde, por su parte, nos depara un posible análisis sobre el uso en su obra del color, de cuya sustancia él afirma que es también forma. «Me gusta saturar el color imaginado -dice-, porque por medio del color se pueden expresar los dinamismos profundos que se producen entre el alma y la naturaleza, los lazos que las unen secretamente. (...) Para mí simbolizan los dinamismos profundos entre la energía psíquica y la material. Son símbolos del alma».
La pintura me parece íntimamente relacionada con la serie «Danza» -aunque ésta se sirve más de los rojos y los azules-; y también con un cuadro de ese mismo año, Concierto, que lleva a la vertical lo que aquí son horizontales.
Por último, en Dos I, pintado solo con grises, blancos y azul noche, lo que se da es un diálogo contrapunteado entre dos figuras igualmente poderosas y visualmente sutiles. El espectador presiente que, más que descifrarlas, lo que debe hacer es cifrarlas en relación consigo mismo, con su posibilidad de «ver» en las formas.