Volver
Sin título
1986
Barro, paja, hollín, sebo y hierro
Medidas: 120 x 120 x 120 cm
Referencia: ACF0531
Imprimir ficha Imprimir ficha Añadir a Mi Colección Añadir a Mi Colección
La obra de Schlosser ha sido calificada de extraterritorial, y de ella se ha dicho que no recibe influencia alguna de la historia del arte, ni tiene correspondencia con la de ningún otro artista. Incluso las divisiones cronológicas no tienen demasiado sentido a la hora de analizar su trabajo, pues sus obras presentan una continuidad que rehúye las clasificaciones por etapas o momentos. Son, eso sí, absolutamente originales, en su doble sentido de distintas de la generalidad y de primeras en una serie de cosas que proceden sucesivamente unas de otras. Sus esculturas –pues de esculturas puede hablarse en la gran mayoría de sus obras de madurez, aunque hay también dibujos y fotografías– hacen referencia al bosque, a los animales, a instrumentos, herramientas y útiles domésticos, a formas geométricas simples (el círculo y la elipse fundamentalmente) y a situaciones que debe afrontar el espectador. Los materiales que utiliza no se incluyen entre los que podríamos considerar tradicionales en la disciplina: nunca el mármol, o las piedras duras. Sí, en cambio, la madera, pero no tallada, sino obtenida de forma natural y artificiosamente curvada para que la rama siga siendo rama, pero la forma hable el lenguaje del arte; las pieles curtidas y cosidas, recuerdo quizás de su estancia en Islandia; las setas que encuentra en sus paseos; y más: granito, parafina, hollín, seda, cuerdas, crin de caballo, ceniza, vidrio y espejo, etc. Patricio Bulnes, pionero y uno de los mejores estudiosos de su trabajo, afirma que «para construirse un lenguaje propio Schlosser necesita hacer delirar a los materiales». Las dos piezas de la colección, muy próximas en el tiempo, mezclan el metal y el adobe. La de 1987, una plancha sobre la que se superponen el barro y la paja, tiene algo de orgánico. La de 1986 está formada por unas varillas que forman un trípode del que, suspendido de una cuerda, pende lo que podríamos considerar un cacharro rústico. Sin embargo, su primitiva presencia y lo sofisticado y pulido de su acabado provocan un sacro sentimiento de extrañeza, como si estuviésemos ante algo procedente de una cultura ajena, pero que nos reclama.

Obras que te pueden interesar