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Diez días de agosto
1987
Técnica mixta sobre tela
Medidas: 20 unidades: 33,5 x 33,5 cm c.u.
Referencia: ACF0417
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Una primera mirada a la pintura de Curro González podría hacernos pensar que el suyo es un universo de formas tranquilas y sosegadas. Conviene, sin embargo, prolongar la mirada y rastrear a lo largo de dos décadas para percatarnos de que la oscuridad e incluso el trauma emergen con asiduidad en su trayectoria artística, en donde nada es lo que parece, dando pie de ese modo a dudas y ambigüedades que no impiden, sin embargo, la presencia de la ironía y el distanciamiento. En los años ochenta Curro González estuvo vinculado al espíritu rompedor que se generó en torno a la revista de arte Figura, surgida en su ciudad natal, Sevilla. Su obra, en aquellos años, insistía en la plasmación de un mundo en el que las emociones aparecían ralentizadas, enfriadas en una composición fragmentada que evitaba las estridencias de la transvanguardia italiana y del neoexpresionismo teutón, tan en boga entonces, como quien huye de la peste. Diez días de agosto es una pieza rompecabezas, en tanto que la configuran veinte cuadros pequeños que ofrecen una imagen superior sumida en las sombras de un cromatismo apagado. Extraer una narración ordenada parece empresa vana, pues el artista tan solo nos da pistas, indicios de un posible locus en donde el bullir de los humanos brilla por su ausencia. Sin embargo, el dibujo de unos edificios, de una cueva con puerta, de una jarra o de una gorra de niño parecen aportar cierta luz en la noche de la obra. Estamos ante un collage de tenues impactos visuales en donde el vacío es tan importante –si no más– como la vida plena. En otras obras posteriores, el pintor introduce guiños a artistas del pasado –William Hogarth, Francisco de Goya, Honoré Daumier, el grupo precisionista (Charles Sheeler, Ralston Crawford) que en los años veinte trató de fundir cubismo con futurismo, etc.– con el propósito de decir algo sobre la reiteración de las formas, sobre la monotonía y la percepción, sobre la vida de la gente inmersa en un aire de desencanto y melancolía. Se diría que Curro González anda en pos de la imagen silenciosa, que le aparte de esa locura de voces estruendosas y ruidos que configuran el contaminado mundo contemporáneo. Pero no vaya a pensarse que estamos ante un artista eremita, aislado de los demás. No es eso. De lo contrario, no se entendería el fino sentido paradójico que inunda su pintura y esa mezcla de comicidad y realidad fría, como si estuviésemos contemplando una vieja película al ralentí, surcada de sonrisas.

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