Esta escultura de piedra sintetiza, ejemplarmente, el lenguaje de Rückriem, con sus peculiares procesos de corte y re-ensamblamiento de las partes. Las tres partes superiores están diseccionadas verticalmente con un trazo de una precisión geométrica extraordinaria, mientras que el tajo horizontal está generado por unas perforaciones que dan el contrapunto de «tosquedad». Apoyada directamente sobre el suelo, la obra manifiesta el proceso de pérdida del pedestal tan característico de la escultura contemporánea. Las irregularidades de la roca y sus grietas zigzagueantes introducen un efecto casi pictórico a ese muro en el que la vivencia del peso ha sido puesta en cuestión por la sutileza de la compartimentación del material y, sobre todo, por ese ejercicio reconstructivo que tiene algo de puzle. Rückriem, que ha sentido el desafío monumental de las canteras, cita, casi como en una metonimia, el proceso mismo de extraer el mineral, sometiendo la naturaleza a las reglas del arte, en un ajuste que califica como «la recíproca delimitación de la unidad». Este artista que ha construido numerosas estelas, alejado sin embargo de la connotación funeraria que ese elemento tiene, obliga, en esta obra, al espectador a un comportamiento que no es el de girar en torno del monolito: la mirada asume una presencia frontal, de una singular rudeza, en la que no hay ninguna clase de anécdota.
Pier Luigi Tazzi señala que donde el minimalismo está inmerso en puritanismo, tendiendo hacia lo absoluto, Rückriem es «al mismo tiempo católico e idealista, anclado en la relatividad de la experiencia». Ciertamente, aunque hay en sus obras una disposición secuencial o, incluso, una evocación de la retícula, que es uno de los grandes emblemas de la modernidad, su actitud sin embargo está un tanto distante del nominalismo obsesivo del minimal. A Rückriem le interesa el desplazamiento entre la cultura –con su despliegue tecnológico– y la naturaleza, y de ahí que introduzca, por ejemplo, en medio del tráfico y el vértigo de la ciudad unas piedras que revelan su anomalía. A veces, los cortes de las piedras que le fascinan guardan relación con la arquitectura circundante, introduciendo una clave que tiene algo de sereno clasicismo. Este artista quiere conseguir el equilibrio entre materia y proceso de manipulación, forma, medida y lugar. Entre sus composiciones preferidas se encuentran la estela aislada, la forma de losa horizontal, la forma natural de cuña o, como sucede con la obra que estamos comentando, una corteza integrada en una pared a modo de relieve. El juego de lo pulido y lo rugoso, la escala y el estudio de los lugares, cuando nuestro mundo es casi un inmenso no-lugar (por emplear un término de Smithson reelaborado por el etnólogo Marc Augé), preocupan muchísimo a este artista que declara que tiende a la claridad porque él mismo es muy caótico: «Tengo que hacer algo que me conecte con algo más calmado y quieto. Esta es la clave psicológica que tengo delante. Si fuera más calmado, seguro que haría pinturas a la manera de Polke». Como ha señalado, acertadamente, José Lebreo Stals, este creador está preocupado por lograr una Gestalt unificadora, apelando a la extrañeza distante como la posible norma de una visión no convulsa que trata de ordenar, sin renunciar por ello al disfrute de la sensualidad. Parecería como si las piedras que encuentra en las canteras, como si fueran descomunales ready-mades, nos liberaran de la deriva metafórica o de la pulsión simbólica para remitirnos a gestos elementales: trazar, cortar, separar, unificar. La presencia «silenciosa» y, acaso, dramática de las estelas de Rückriem nos entrega un espacio que tiene, como nervadura, la voluntad de unidad, esa geometría, como sucede en la obra de granito azul, que mantiene junto aquello que en el proceso creativo fue separado por la fuerza.