Gabriel Orozco
Méjico, 1962
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Los años noventa fueron los años del multiculturalismo. Exposiciones como «Magiciens de la Terre», inaugurada en el Centre Pompidou de París en 1989, o «Cocido y crudo», que se pudo ver en el Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía (MNCARS), en 1994, supusieron un punto de inflexión para el sistema artístico, controlado hasta entonces por artistas europeos y norteamericanos (hombres, mayoritariamente). Gabriel Orozco (Veracruz, 1962) apareció en el momento justo en el lugar oportuno: a mediados de los años noventa, su carrera despegó fulgurantemente, impulsada por este nuevo contexto en el que las identidades culturales se confrontaban y pasaban a primer plano y que afectó también a lo social, lo económico y lo político, tras el final de la guerra fría.
El prestigioso historiador del arte alemán Benjamin Buchloh sostiene que Orozco es uno de los grandes renovadores de la escultura de finales del siglo XX y principios del XXI. Incluso ante un panorama artístico caracterizado por la dispersión y la interdisciplinariedad, este autor defiende que, tanto los objetos e instalaciones que el artista mexicano crea, como las fotografías que documentan situaciones que encuentra por casualidad, en la calle o en la naturaleza, o que él mismo configura a través de gestos sutiles, deben ser considerados como importantes aportaciones a este medio, definido por las relaciones espaciales que establece y su tactilidad. Más en concreto, Buchloh considera que las piezas de Orozco son escultóricas porque establecen configuraciones distintas y libres de la realidad, que conducen a lo poético a través de una sensorialidad contrapuesta a la objetualidad «controlada» de la mercancía. Siguiendo este hilo, Buchloh llama la atención sobre la «cualidad mítica» de los objetos de Orozco (a menudo vinculados a la cultura popular o a la naturaleza) y alerta de que, en ningún caso, debe interpretarse esta cualidad como un apuntalamiento de las endebles identidades nacionales o culturales contemporáneas, sino más bien como un reflejo de su condición precaria o ruinosa.
La fotografía ha jugado un papel crucial en la práctica artística de Gabriel Orozco, porque le ha permitido documentar procesos de experimentación efímeros, que nunca llegan a materializarse en «esculturas» u objetos, o bien porque le ha servido para capturar escenas de la vida cotidiana, especialmente significativas por sus cualidades poéticas. Piezas como Río de basura (1990), Island Within an Island (1993), From Roof to Roof (1993) o Big Bang (1995), son buenos ejemplos. Las fotografías de la Colección ”la Caixa” de Arte Contemporáneo son continuadoras de este tipo de trabajos y fueron presentadas por primera vez en una exposición individual en la galería Kurimanzutto, en Ciudad de México. Las imágenes muestran situaciones insólitas descubiertas por azar durante la investigación realizada para preparar dicha exposición, en lugares como el desierto de Matehuala, San Luis Potosí o Oaxaca. Cada pieza evoca una historia diferente con mínimos medios, pero todas hablan sobre la fragilidad de la condición humana, a través de objetos que parecen perdidos u olvidados: un árbol reseco y con las raíces al aire que se apoya en los restos de un muro de adobe con un cartel colgado en el que se lee una frase que lo personifica (Árbol frágil); un solitario y desconcertante caballo de madera, inmóvil entre cactus, en algún lugar en medio del desierto (Caballo del desierto); o un parabrisas con la marca de un balazo, que se apoya en un televisor abandonado, testigo de una violencia anónima y sin fin (Altar de parabrisas con balazo)…
Pedro de Llano