Ángela de la Cruz
España, 1965
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Cuando Ángela de la Cruz (A Coruña, 1965) comenzó su carrera artística en Londres, la pintura pasaba por uno de sus momentos más bajos. Ni el recuerdo del neoexpresionismo –que cayó en desgracia tan rápido como subió a los altares del «gusto», en los años ochenta– ni las tendencias neoconceptuales, que veían con suspicacia cualquier rastro de materialidad, ni la eclosión de los YBA, los Young British Artists comandados por Damien Hirst y espoleados por el gobierno de Tony Blair, ayudaban a que la pintura –o los proyectos que se declaraban herederos de sus procesos, para deconstruirlos– recibiese suficiente atención.
Ya desde sus primeras exposiciones, De la Cruz, que estudió Filosofía en Santiago de Compostela y llegó a Reino Unido a finales de los años ochenta, mostró interés por experimentar con un medio que muchos consideraban «moribundo». En 1995, presentó en una exposición colectiva Ashamed, un pequeño lienzo, con el bastidor tronzado por la mitad, de color amarillento, como si fuese viejo o alguien se hubiese orinado sobre él, que se acurrucaba en un rincón de la sala, en una paradójica mezcla de inhibición y desparpajo, fruto de la conquista de un espacio que solo él había decidido ocupar. Más tarde llegaron otras piezas de títulos igualmente elocuentes, como Homeless (1996) o Misery (1998), que profundizaban en esa misma investigación sobre los límites de la pintura y la escultura.
La personificación y el humor son recursos frecuentes en la obra de De la Cruz, que han evolucionado constantemente a raíz de su interés por las relaciones que se generan entre la materialidad de la pintura, el espacio, el cuerpo y la subjetividad. Las referencias a la novela picaresca en sus primeros trabajos tienen que ver con esto, por ejemplo. Así, de la misma forma que el contexto anteriormente citado era completamente ajeno a sus propuestas, es necesario recordar que, por entonces, existía –y todavía existe– otro contexto paralelo, en el que las cuestiones relacionadas con el cuerpo y la fisicidad eran esenciales (derivándose casi siempre de experiencias de dolor y placer; como la enfermedad, la guerra o la sexualidad), y que, en algunas ocasiones, las menos, dichas cuestiones se plasmaban en medios pictóricos. De ahí, también, la originalidad de su propuesta.
Clutter VII (Yellow) , del año 2004, es un trabajo un poco más tardío. Pertenece a una serie que hizo tras otra llamada «Commodity Paintings», en la que la idea era realizar cuadros «sexys y de colores chillones», para explorar los conceptos de superproducción, exceso y fetichismo, en relación con el mercado del arte y como reacción a su anterior etapa, dominada por representaciones de lo abyecto. Las piezas de la serie «Clutter» responden por contraste a una ética del reciclaje, presente en toda su carrera, pero llevada al extremo en esta ocasión. En una entrevista, la artista explicaba que en Galicia es común aprovechar todas las partes del cerdo, sin desperdiciar ninguna. Y que, de alguna manera, sus obras surgían estimuladas por recuerdos de ese tipo. Junto a estos aspectos, obras como Clutter VII (Yellow) remiten al cuerpo de la artista (la escala guarda relación con su peso y altura) y sugieren asociaciones con los sacos y las cajas metálicas que se utilizan para guardar cadáveres en conflictos bélicos o después de un accidente. Cabe señalar, por último, que, si bien las obras del proyecto «Clutter» establecen vínculos con su producción anterior, centrada siempre en la presencia y ausencia del cuerpo humano, en este caso lo hacen en un contexto especial, en el que imágenes como las de las torturas de la cárcel de Abu Ghraib, en Iraq causaron una fuerte impresión. La torsión del bastidor y la tela, así como los pliegues y la compresión a los que la someten las escuadras metálicas, parecen incidir, a través de esta obra, en el antropomorfismo (trágico), que es la seña de identidad de una pintura que se esfuerza por ir «más allá de sí misma».
Pedro del Llano